Todo empezaba cuando, una vez terminada la siega, daba comienzo el acarreo de las mieses1 (que se encontraban hechas morenas2 en los rastrojos) a las eras.
(1-. Mies: Cereal maduro.)
(2-. Morena: montón de mieses apiladas, que había que hacer de una determinada manera. Generalmente se cogían las gavillas o brazados que tiraba la segadora o gavilladora y se ponían en forma de abanico, unos encima de otros y siempre las espigas hacia abajo y lo que se recogía con el rastrillo de donde habían estado las gavillas, se echaba sobre estas espigas para resguardarlas en el caso de que lloviera).
La franja que conforma el terreno de Espinosa hace que las distancias a determinadas tierras, al monte, al Caserío, a Los Llanos, etc. etc. sean bastante grandes, hasta de catorce o quince kilómetros, por lo que era mucho el tiempo que se empleaba en ir a esas tierras, cargar el carro con la mies y volver a la era. Tanto que había que salir a la una o a las dos de la madrugada para poder estar a la nueve o las diez de vuelta a las eras.
Incluso y debido a estas distancias, algunos vecinos comenzaron a trillar algunos años en la campera del Campó y de Majialengua, con lo que el traslado de las mieses de esas tierras tan distantes se hacía en mucho menos tiempo.
Pero bueno, volvamos a las eras del pueblo. Cuando llegaba el primer carro cargado de mieses había que prepararlo para la trilla, o sea, hacer la tendedura. Aquí ya empezábamos los chavalillos a meter baza, aunque lo que hacíamos y nada, era todo igual, pero nosotros pensábamos que ayudábamos una barbaridad.
Los trillos estaban perfectamente; los canteros, que creo recordar venían de Cantalejo, pueblo de Segovia, de donde también eran muchas de la beldadoras que había en el pueblo, ya habían hecho previamente su trabajo. Las palas de madera, las horcas, las bieldas, los rastrillos, la camizadera3....
(3-. Camizadera: Tabla grande que unida con el camizo, se utiliza para recoger lo trillado y acercarlo hasta la parva. Si buscáis estas palabras en el diccionario quizás no las encontréis. Son propias de los pueblos del Cerrato y otros, y que por desgracia están cayendo en desuso )….
Todo estaba en perfecto estado, pues eran utensilios que había que usar todos los días.
Hecha la tendedura no había tiempo que perder: a trillar, con uno o con dos trillos, y aquí, amigos, aunque jovencillos, ya sabíamos trillar e, ilusos de nosotros, nos ofrecíamos a hacerlo.
- ¿Casi todo?. Todo, diría yo, decía mi padre. Que sí, que lo haces muy bien, así que venga, a trillar, y que no se te salgan los machos de la tendedura ¿eh?
Y efectivamente, sentaditos en medio del trillo, arreábamos a las caballerías y vueltas y vueltas…. Pero a nada que te descuidabas los machos se salían de la tendedura y se paraban. Y aún hoy, al escribir estas líneas, me sigo preguntando por qué se paraban los machos. ¿Sabían que se habían salido? ¿Lo hacían para descansar?.- Estoy convencido que lo hacían adrede, y que a su manera se alegraban cuando…
- ¿Pero qué haces?.- ¿No te he dicho que no se te salieras?, gritaba mi padre, que dormía a la sombra del carro.
(Pero ¿dormía? O estaba pendiente a ver si se me salían para chillarme?)
En ocasiones al oír los machos esas voces, acompañadas con algún “mecagüen” se metían de nuevo en la tienda y a trillar y , en ocasiones, se tenían que levantar o él o mi hermano para ayudarme a meter los machos nuevamente en la tendedura. Y a seguir trillando.
Al cabo de un tiempo, cuando ya los trillos habían hecho bastante labor, había que dar la vuelta a la tendedura. De eso se encargaban los mayores, que lo hacían con las horcas de madera.
Había otra cosa que me ponía de mal genio. Bueno, no sé si a esas edades se puede tener mal genio, yo creo que sí.
Era cuando los machos, de una manera más que descarada, se hacían sus necesidades. Madre mía, qué cantidad de cagajones. Como salían con tanta humedad, nada más meterse por debajo del trillo, ya estaba hecha la faena: el trillo se embazaba, y en vez de pasar por encima de la mies trillándola, la arrastraba, haciendo montones y preparándose la marimorena. Hasta perdíamos el equilibrio y a veces caíamos sobre la tendedura, Y ocasiones había en que teníamos que levantar el trillo y limpiar lo que los machos habían tenido a bien ofrecernos.
Y llegaba la hora ansiada de la comida. Qué descanso, qué tranquilidad, pues no vayáis a pensar que el trillar no cansaba, que eso y el esfuerzo que teníamos que hacer para que el solazo no pudiera con nosotros, nos dejaba sin fuerzas.
Con una comida reparadora y tras dar agua a los machos en el pilón de la fuente, siempre acompañados por personas mayores, a trillar de nuevo.
No os quiero decir nada pero a esas horas y con el polvo de la cebada, de lo que menos tenía uno ganas era de trillar, pero….
Con las mieses ya bastante trilladas, se daba la vuelta a la tendedura con las palas de madera. Ahora ya no servían las horcas.
Otra cosa que nos encantaba a los chavales a esa edad era subirnos a las parvas para pisarlas bien, ya que cuanto mejor pisadas estuvieran, menos se mojaban si llovía. Pero para esta tarea necesitábamos siempre de los mayores. A veces para subirnos a la parva, hacíamos unos destrozos…. y hasta tenían que ayudarnos, empujándonos con el rastrillo, para poder llegar hasta arriba, a pesar de la carrera que hacíamos para subir.
Había que distinguir entre las parvas redondas y las alargadas. A mí me gustaban más estas últimas, no sé por qué, pero como que tenías más sitio para pisar. Al final siempre tenía que subir mi hermano para pinarla bien y poder aparvar la mies trillada. Se servía para ello del rastrillo, ese animalillo con muchas patillas y manillas. ¿Os suena esto último?
-Venga, que ésta ya cayó -, decía mi padre para dar por terminada la trilla ese día.
-A camizar y a aparvar antes de que sea más tarde.
Era otro momento de acción, nos teníamos que subir en la tabla de la camizadera para hacer peso y que al arrastrar lo trillado hacia la parva la tabla aguantara bien. Y ahora pienso qué peso podría hacer yo, que debía ser un tirillas, pero bueno, algo haría, digo yo, de que mi hermano me mandaba que me subiera en la tabla.
Todo esto lo hacíamos un día y otro, como autómatas, hasta que se terminaba la trilla.
A veces, para enfado de los mayores y regocijo de los peques, llegaba alguna tormenta. Quizás porque a esa edad no éramos capaces de evaluar el trabajo adicional que esto podía suponer y el retraso en las labores si duraba el agua, es por lo que nos alegrábamos. Nos salíamos un poco de la rutina, dejábamos de trillar y teníamos tiempo para juntarnos con otros amigos y jugar a algo, al escondite, o a lo que fuera y no entendíamos por qué los mayores se tenían que poner de mal genio.
Trillar un día, trillar otro día… Bueno, ya está bien, se terminó la trilla. Y ¿ahora qué?.- ¿Qué ahora qué?.- Ahora llega la bielda.
Ay!, la bielda!.- Estos de la Real Academia son la repera: “Bielda: Aventar con el bieldo las mieses, legumbres, etc., trilladas, para separar del grano la paja.”.- . Claro, con el bieldo, y ¿qué pasa con la aventadora o beldadora como la conocíamos en el pueblo?.- ¿Es que esta maquinita no aventaba? ¿No beldaba?. Mira, porque yo de pequeño no sabía eso de Fija, limpia y da esplendor, que si lo hubiera sabido, a lo mejor a los de la Real Academia de la Lengua les había dicho yo cuatro palabras. Claro, esto cuando era peque, por supuesto, ahora ya de mayor, vamos, ni hablar, cualquiera les dice nada.
La beldadora, con cuatro ruedas de hierro, acopladas a los ejes que tenía en la parte delantera y trasera, se la subía a la eras con una caballería que tiraba de ella desde el lugar donde se guardaba cuando no se utilizaba.
Estas ruedas, para los peques, tenían historia. Después, más adelante, volveremos sobre ello.
Una vez en la era, se la quitaban las ruedas, se procuraba calzarla bien, para que, al dar la zanca, se moviera lo menos posible. Había cribas de beldar y otras de acribar, pero vamos, que esto ya lo sabíamos cuando éramos pequeños. Y además sabíamos que había que ponerla a favor del aire, es decir que el tambor tenía que dar la frente al aire que hubiera. Lo que no teníamos muy claro los peques es saber de dónde venía el viento, pero bueno, por eso éramos pequeños.
El engranaje que se movía con la zanca hacía que las aspas que había dentro del tambor giraran rápidamente y generaran el aire que se necesitaba para que la paja que caía por la tolva a las cribas fuera lanzada al exterior por la parte trasera de la beldadora, y también hacía que las cribas se movieran y cayera el grano, éste por la parte delantera.
Por lo que oía a los mayores, y en esto sabían más que yo, había que dar la zanca con una determinada fuerza: vaya, que, si se daba con demasiada, el exceso de aire podía arrastrar granos de trigo o de cebada con la paja, y claro, estos granos se perdían; y si se daba con poca fuerza, el aire generado no era suficiente para expulsar la paja al exterior. Vaya problema ¿no?. A mí, de momento, no me preocupaba mucho, ni alcanzaba a dar la zanca ni tenía fuerza para ello, pero mi hermano ¿cómo lo sabía?. Muchos ratos me pasaba observando, tratando de dar con la solución, pero nones, y al final pensaba cuántas cosas sabían los mayores de las que nosotros no teníamos ni idea.
Después llegaron los motores que se ocuparon de hacer el trabajo que se hacía dando la zanca, con lo que ahorraron mucho trabajo. Recuerdo unos de color rojo y de la marca “FITA”.
Sí recuerdo que yo cuidaba mucho las granzas, que caían por una pequeña apertura que había en un lateral de la beldadora. ¿Qué no sabéis lo que eran?. Yo, entonces, tampoco, pero después ya un poco mayor supe que eran residuos de paja larga y gruesa, espiga, grano sin descascarillar, etc., que quedan del trigo y la cebada cuando se avientan y criban y que muchos padres, según supe después, se las daban a los hijos, yo creo que para que las vendieran y sacaran unos reales. O sea, que yo, inconscientemente, estaba contribuyendo a favor de mi hermano.
Bueno, pues ya estábamos en plena bielda. Se beldaba por la mañana, se beldaba por la tarde y cuando por ciertas circunstancias no se podía, se comenzaba a cerrar la paja en los pajares.
Ah, que no se me olvide: los peques también teníamos tiempo para jugar con las ruedas de la beldadora. Las atravesábamos con un palo y a rodar con ellas; íbamos cogiendo velocidad y las soltábamos de repente, muchas veces sin calcular bien hacia adónde, seguían rodando con fuerza y al final llegaban a sitios a los que nosotros no queríamos que llegaran. Lo notábamos cuando oíamos voces amenazadoras, pero nos lo pasábamos muy bien y hacíamos apuestas a ver cuál era la rueda que más aguantaba rodando.
Acabada la bielda, comenzaba el acribado, para que ya el grano, el trigo, la cebada, el centeno, quedara completamente limpio.
Esta época a mí me gustaba mucho más que la anterior.
Se daba igual la zanca, lo único que se cambiaban eran las cribas de la beldadora, propias para el acribado al tener los orificios por donde caía el grano más pequeños que los de las cribas usadas para la bielda.
Para echar el grano a la tolva se utilizaba el paletón, hecho de hojalata fuerte.
Aquí los críos poco teníamos que hacer, si acaso, retirar como podíamos el grano ya limpio que caía por la parte delantera y cuidar un poco las granzas.
En esta fase llegaba lo que más ilusión nos hacía a los peques; subir con el hermano mayor a dormir a las eras para cuidar del grano ya limpio y evitar que algún desaprensivo se lo llevara. El hecho de que tu hermano te dijera si querías subir a dormir a la era te hacía ganar unos kilos de hueco que te ponías. Más tarde entendías por qué lo hacían.
El caso es que esa misma noche éramos unos cuantos chicos a los que los hermanos mayores nos habían invitado a subir a las eras. Nos reunían a todos y alguien de los otros, tomando la palabra nos decía poco más o menos:
- Bueno, vamos a ver, nosotros tenemos que abandonar las eras durante un buen rato. Está claro que mientras nosotros no estemos aquí sois vosotros los responsables de que nadie se lleve al grano, así que no os durmáis hasta que no volvamos nosotros.
Así que como para dormirse. Cuidábamos los montones como si en ello se nos fuera la vida, Buenos éramos nosotros. Hasta cogíamos alguna horca o pala a modo de armas, convencidos de que las utilizaríamos si llegaba el caso.
Al cabo de una hora o dos o más llegaban los mayores. Allí estábamos nosotros bien despiertos, esperándoles, hasta nos felicitaban por el trabajo bien hecho y nos prometían que nos subirían más días a dormir a la era.
Recuerdo que por estos días, bajamos mi hermano y yo a dar agua a los machos a la hora de comer al pilón de la fuente. Al subir, una tía de mi madre, la señora Nati, la del señor Secundino, bueno, también nosotros la considerábamos tía, nos paró y dirigiéndose a mi hermano nos mandó entrar en el portal, ( un portal muy grande en el que guardaba incluso en carro con toldo que tenía), y nos ofreció un plato con ocho o diez ciruelas de esas moradas, tirando casi a negras, a la par que decía:
-Probadlas hijos, son las únicas que esta noche nos han dejado los mozos en la huerta; han arramplado con todas.
-No fastidie tía, cómo van haber sido los mozos. Habrá sido algún caradura que no tendría otra cosa que hacer.
Bueno, total que nos las comimos, y mi hermano la dio las gracias por el detalle que había tenido con nosotros.
Yo no dije nada, pero sí pensé para mis adentros que esa noche nosotros, los peques, habíamos dormido en la era y los mayores habían faltado un rato bastante largo.
Ya en la calle y montados de nuevo en los machos, me miró mi hermano, se echó una sonrisilla y poniéndose el dedo en la boca, me dijo:
-De esto chitón. Ni se te ocurra comentar nada.
Y con la voz un poco más baja me dijo que habían sido ellos, haciendo un nuevo gesto como cerrando una cremallera que tuviera en la boca.
Al día siguiente no pudimos acribar. Parece ser que andaba mucho aire, norte como decían, o sea el cierzo, por lo que mi padre dijo que había que cerrar paja y mandó a mi hermano colocar el carro a favor del aire, así cargarían más fácilmente. Mi hermano no le hizo mucho caso, ya que colocó el carro al revés, es decir, contra el aire, por lo que mucha paja iría justamente hacia los que estaban cargando. Insistió mi padre en que cambiara el carro, ya con algún mecagüen por medio, a lo que mi hermano se resistía, y yo sin entender ni papa de todo ello, aunque en principio como que estaba de acuerdo con mi padre.
Al final y después de algún mecagüen más, se hizo lo que dijo mi padre. Con la primera “gariada” que mi padre echó al carro cayeron ciruelas, manzanas, peras…..
En ese momento entendí yo lo que hacían nuestros hermanos cuando nosotros nos quedábamos a dormir en las eras y ellos se iban por ahí.
Se terminaba de acribar, de cerrar el grano en los desvanes, entonces no había paneras y todo ello coincidía casi con la vuelta de los peques a la escuela.
Que recuerdos las escuelas de mi pueblo. Pero bueno esto será motivo para otro capítulo.
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